Para Tommy y todos los mininos
que me han acompañado en la vida.
Pero no importa. Sigue siendo adorable.
Lo observas. Duerme con la paz de un niño recién nacido, confiado en que lo protegerás de todos los peligros. Cuando te observa con esos ojos ancestrales y baja lentamente sus párpados, sabes que te está besando, sabes que te está diciendo cuánto te ama. Con esos ojos de dragón, con remolinos y grietas y líneas dibujados en múltiples tonalidades. Ojos que podrías observar por horas si él no perdiera la paciencia, y se estirara, se alargara y se enrollara en sí mismo, casi como si fuera un resorte, cambiando de posición para indicarte que lo haz interrumpido.
Te alejas, tratando de no hacer ruido –pero fallando–, pensando en qué sucedería si tú fueras un gato: si tus pisadas fueran más silenciosas que una noche oscura, tu piel más suave que el agua de un estanque dormido o que un capullo de flor en primavera, tus ojos más profundos que la negrura del espacio y aun así tan vivos, tan astutos, con tanta sabiduría en su interior... ¡Y Dios, esas patas! Esas patas suaves y afelpadas con sus almohadillas acojinadas que quieres apretar y acariciar y besar al mismo tiempo.
Gatos. Podrías dormir todo el tiempo. Podrías no hacer nada en todo el día y nadie te regañaría, porque nadie esperaría de ti otra cosa. Al contrario, te adorarían. Te mirarían embelesados, con la misma mirada amorosa –y casi cursi– con que miras ahora a tu gato, y pensarían en lo hermosa que eres cuando te alargas y enrollas, casi como si fueras un resorte… Y es que donde algunos solo ven una suave y esponjosa bola de pelos, tú ves resumida la eternidad, el propósito de tu vida, la lección de amor y entrega total que debías aprender en aquella vida pasada cuando tu egoísmo te cegaba y alejaba de todos.
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