Los
cazadores estaban cerca, podrían alcanzarlos en tan sólo unos minutos. Era
imposible que llegaran más lejos con la herida de su padre. Un ruido sordo
llenó el mal augurado silencio del bosque. Por un momento temió lo peor, pero
al voltear vio al viejo hombre sacudiéndose unas hojas secas. Había caído una
vez más, estaba débil y seguramente el dolor le hacía más arduo el camino.
— Deberías dejarme —murmuró
su padre cuando se acercó a levantarlo.
— No digas tonterías
—masculló malhumorada.
— Tienes más
posibilidades de huir si estás sola...
— Cállate y camina,
aún nos falta mucho —dijo al tiempo que desviaba su mirada; se negaba a ver el
dolor en su rostro.
— Sabes que ellos
están cerca y...
— Con mayor razón
debemos apurarnos.
Volvió a colocarse el arco y el carcaj al hombro y empezó a
andar con paso veloz. Intentó poner una buena distancia entre ambos, lo
suficiente para mantenerlo vigilado pero que a su vez no la viera derramar las
dos lágrimas rebeldes que se habían empeñado en brotar. Estaba furiosa. No
entendía por qué él no luchaba, por qué nadie lo hacía, así como tampoco lo
habían hecho su madre o sus hermanas. Ahora todos estaban muertos en su aldea,
todos menos ellos dos. ¿Pero de qué servía celebrar una victoria cuando sus
perseguidores estaban pisándoles los talones?
Según les había dicho la Adivina, había un pueblo de
exiliados pasando el bosque encantado. Era el único refugio que quedaba en
aquellas tierras donde el poder de la Emperatriz se había instaurado; nadie
había logrado llegar más lejos. Aunque tampoco nadie había sobrevivido al
ataque de los Elfos Oscuros... hasta ahora.
Thalía volvió a mirar sobre su hombro sólo para confirmar lo
que sus oídos le iban diciendo: su padre seguía detrás de ella, lento pero
constante. Caminaba de lado, seguramente por la herida que uno de los Elfos
Oscuros le había abierto con su espada. La Adivina había intentado curarla pero
estaba infectada. Sabía que pronto su padre tendría fiebre y alucinaciones, debían
llegar al otro pueblo lo más pronto posible.
Siguieron andando en silencio. Cada cierto tramo el viejo
caía al suelo y se volvía a levantar, pero cada vez le costaba más ocultar la
aflicción y el cansancio en su cara. La noche se iba haciendo más fría y
oscura, encerrándolos en una espesa niebla que ocultaba el camino. Resignada
ante las circunstancias, Thalía le indicó a su padre que entrara en el hueco de
un antiguo árbol muerto, mientras ella buscaba hojas muertas con que taparse.
Cuánto habría deseado prender un fuego, pero los Elfos
Oscuros seguían cerca y no podía correr ningún riesgo. Thalía cubrió a su padre
con las hojas y ramas, y lo dejó dormir. Decidió recargarse contra el árbol y
cerrar sus ojos, de cualquier manera no le servirían de nada en la oscuridad
total; en esos casos eran sus oídos quienes le avisaban de cualquier peligro.
Las horas pasaron sin un ritmo fijo, a veces veloces como
gacelas, otras lentas como orugas. No parecía que al tiempo le importara mucho
cómo transcurría en la noche. Poco a poco el frío se volvió un soplo helado y
fantasmal que penetraba hasta los huesos. Intentó calentarse frotando sus manos
y soplando sobre ellas, pero el vaho se enfriaba apenas dejaba su boca. Su
padre comenzó a toser y a gemir al poco rato; seguía dormido, pero podía ver que
estaba sufriendo. Tocó su frente: hervía. Si no amanecía pronto, el viejo
hombre no pasaría la noche.
De pronto todo quedó suspendido: el frío, el tiempo, los
ruidos. Era como si el planeta se hubiera tomado un momento para bostezar con
calma antes de que los rayos de sol comenzaran a teñir los árboles y las
plantas. Los trinos de los pájaros aumentaron a un nivel casi ensordecedor...
si no fuera porque tenía que cuidar sus flechas, mataría a los que tenía más
cerca.
Esperó a que el camino reapareciera frente a ella, dibujado
por el gélido sol matutino. Con cuidado, movió a su padre y lo hizo despertar.
Comieron el poco pan que les quedaba y fingió no tener sed para que el hombre
se terminara el agua. No debían estar lejos del río que marcaba el final del
bosque, y una vez que llegaran a él, el pueblo estaría a un tiro de piedra.
Reemprendieron la marcha, aunque a paso más lento esta vez.
No quería presionar a su padre ni cansarlo pues, aunque no hablaran, sabía que
estaba demasiado enfermo. Al poco de andar encontró una rama fuerte que le
serviría de apoyo. Él sonrió agradecido, pero Thalía no podía devolverle la sonrisa
cuando su rostro se veía tan pálido... como si ya estuviera muerto.
Siguieron de nuevo entre los troncos y las raíces, cuidando
de no hacer demasiado ruido. Aunque los Elfos Oscuros no parecían rondar, había
varias historias de que podían aparecer de pronto y matar a cincuenta personas
en sólo unos minutos. Eran seres crueles, despiadados, entrenados para ejercer
la voluntad de la Emperatriz.
Pronto el sonido del agua escurriendo se hizo notorio. Thalía
se detuvo en seco para comprobarlo: sí, era el río, estaban cerca del final.
Impulsada por la buena nueva, comenzó a andar más deprisa, olvidando que su
viejo padre no podría seguirle el ritmo. Trotó un poco y lo vio aparecer frente
a ella: el límite del bosque, el arroyo cristalino que corría entre rocas
negras, y del otro lado el barranco y las tierras que habían sido antaño
asoladas por la Emperatriz hasta reducirlas a cenizas. Si la Adivina no había
mentido, escondida en el barranco había una cueva que fungía como entrada al
pueblo de exiliados. Sólo tenían que llegar a ella y... De nuevo un ruido
sordo.
Thalía volteó hacia atrás: su padre estaba en el piso, pero
no se levantaba. Corrió hacia a él y lo vio tratando de jalar aire. Estaba
demasiado cansado. Se inclinó y tocó su frente hirviente: tenían que llegar al
pueblo de inmediato.
— Vamos, levántate —le
dijo al tiempo que lo impulsaba hacia arriba—. Ya casi llegamos.
— Sólo dame unos
minutos...
— No, ya casi
llegamos. Podrás descansar cuando estemos en...
Los dos se voltearon a ver al instante. Un nuevo ruido había
cruzado el aire, pero era el ruido filoso producido por las lanzas que cortaban
todo a su paso. Thalía tiró a su padre al piso a tiempo para ver una lanza
clavarse en el árbol que tenían detrás. Sacó una flecha con velocidad y la
apuntó hacia el lugar de donde provenía el objeto, pero su flecha siguió de largo,
sin clavarse en nada.
Thalía le indicó a su padre que no se moviera, mientras ella
inspeccionaba la zona. No se oía nada, ni siquiera el aleteo de una mariposa.
Los Elfos Oscuros estaban ahí y, por lo visto, se entretenían cazando a sus
presas. Un nuevo ruido de metal atravesó el bosque y ella se giró a tiempo,
mientras disparaba más flechas. El sonido sordo de un pesado objeto al caer le
hizo saber que había dado en el blanco, aunque no pudiera ver a esos temibles
hombres.
De nuevo el sonido, la lanza, las flechas... Parecía casi una
danza y comenzaba a gustarle el ritmo, cuando de pronto oyó un gemido detrás de
ella. Una de las lanzas le había dado a su padre, atravesando su hombro
derecho. Thalía se congeló en el acto y corrió hacia él, tratando de contener
las lágrimas mientras revisaba la herida. Era profunda, demasiado profunda.
— Huye —le dijo su
padre—. Tienes que irte ahora.
— No, sabes que no
te dejaré.
— Thalía...
La joven arrancó la lanza con el mayor cuidado posible,
viendo que la punta surgiera entera. Estaba pensando en cómo cargar a su padre,
cuando otro filoso ruido atravesó el aire. Reaccionó casi por instinto,
utilizando la lanza como un escudo para desviar el arma que le había sido
arrojada. Tomó un puñado de flechas y las mandó a diestra y siniestra, deseosa
de matar a todos los elfos que pudiera. Después miró de nuevo a su padre, casi
transparente, cuya respiración se había vuelto más difícil y pesada.
— Vete —murmuró.
Ella se giró, no quería verlo.
— Por favor —le rogó su padre—, no me hagas presenciar tu
muerte.
Estaban a tan sólo unos metros del río, tan cerca de la
libertad... Pero era imposible llegar a la cueva con su padre tan malherido y
enfermo, ambos lo tenían claro. Estaba por darse la vuelta e irse, cuando el
viejo hombre dijo:
— No me dejes morir con ellos.
Ella sabía lo que eso significaba. Asintió y se alejó un par
de pasos, tratando de contener sus emociones y de mantenerse alerta ante los Elfos
Oscuros que aún la acechaban. Luego se volteó con la lanza lista y la arrojó lo
más fuerte que pudo, clavando sus ojos en el piso. No tuvo que levantarlos para
saber qué había pasado; podía ver la respuesta reflejada en el río escarlata
que corría a sus pies. Ahora sólo debía luchar por su vida.
[Cuento registrado. Todos los derechos son de Montserrat Reyes Orraca. Prohibida la reproducción total del texto sin autorización del autor. Si citas, cita la fuente].
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